De nuevo la página en blanco, el espacio infinito meticulosamente delimitado por estrictos márgenes dibujados en la pantalla de la aplicación donde escribo. No cambio el tipo de letra, ni el tamaño, ni el interlineado. No cambio nada. Ni siquiera sé si quiero o si debo cambiar algo. Qué más da. Escribo.
El brillo claro resalta demasiado sobre el fondo oscuro del escritorio y el contraste me distrae un poco. Pero sigo tratando de escribir. Es el primer día, la primera noche en realidad, que lo intento. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que rompí el blanco impoluto de la página, demasiado. Se pierde la práctica y cuesta volver. Eso es algo que ya sabía, pero a lo que jamás di importancia. Si uno no tiene nada que contar, nada que decir, no tiene sentido ensuciar este pedazo de folio digital, pensaba. Pero me equivocaba. Ahora me cuesta expresarme, me cuesta recoger todas las imágenes que rondan mi cabeza y plasmarlas sobre el papel.
Se necesita mucha práctica para hacerlo con cierto orden, con destreza; para utilizar las palabras adecuadas, en su justa medida, ni más ni menos; para que la ruptura del blanco impoluto merezca la pena y no se convierta en un atentado contra Su Excelentísima Blanquedad.
Soplan vientos raros en este quince de marzo de dos mil veintidós. La guerra ocupa el tiempo que antes ocupaba el virus, con permiso de algún desliz político. Una guerra nueva, retransmitida en tiempo real en Twitter o en Instagram, con un sabor antiguo, anacrónico, que creíamos ya olvidado, imposible. Como si un viento balcánico pretendiera invadir de nuevo el continente, ahora soplando desde Ucrania.
Todo ocurre muy rápido, todo se contabiliza en tiempo real: los muertos, los bombardeos, los tanques destruidos, los edificios devastados, las poblaciones arrasadas. Todo está en las redes sociales tan rápido que los heridos más graves no tienen tiempo de morir antes de convertirse en trending topic.
No me gusta la celeridad innecesaria. Las prisas no me permiten pensar con claridad, prestar la debida atención a los sucesos. El tiempo parece acelerado, como si la vida fuera una película reproducida a doble velocidad. Una suerte de fast forward vital que, sinceramente, no parece que nos lleve a ninguna parte. Llegamos antes a la nada.
Tal vez sea hora de bajar el paso, de avanzar despacio, de rumiar un poco más antes de deglutir. Es la época del podcast y del vídeo, de la imagen y los textos breves, de los tuits y los tik-tok. El fast food llevado al paroxismo total.
Yo prefiero la palabra lenta, sosegada, meditada. La palabra reflexionada, borrada, escrita y vuelta a borrar. Me equivocaré, seguro, pero me equivocaré despacio, tranquilo, sin la vehemencia contemporánea que parece haber invadido nuestras vidas. Y desde aquí, desde este pequeño rinconcito, mi rinconcito, reclamo la debida calma, aunque sea durante un breve instante, la justa y necesaria para parar un segundo y preguntarnos: ¿hacia dónde vamos tan deprisa? ¿Por qué corremos hacia la nada?